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Dentisterie en Territorie Créole (Jean Rabel, Haití.) – Agosto 2016

Miércoles 3 de agosto, 20:00. Aeropuerto Internacional Princesa Juliana. Nos despedimos del último atardecer desde el corazón del Caribe, la isla de Saint Martin, tomando rumbo a nuestro próximo destino: Puerto Príncipe.

La terminal de llegadas obedecía al estrés rutinario del Aeropuerto Internacional Toussaint Louverture. Sumergidos entre el bullicio, nos encontrábamos Roger Porta, Lluís Vallcorba y yo, Marc Llaquet, en representación de DentalCoop, para el proyecto odontológico de Jean Rabel. Entre el flujo descontrolado de gente, vimos a un hombre que sujetaba un cartel que rezaba ‘Marc’ mientras movía un brazo para hacerse ver. Nunca antes nos había visto, pero intuí que entre los autóctonos no era muy difícil reconocernos: era hora de partir hacia el norte.

Dejando que la noche nos envolviera, nueve horas nos alejaban de la capital haitiana mientras los kilómetros zumbaban bajo las ruedas del automóvil, zigzagueando entre los coches que adelantábamos y los que venían de cara.

 

Cada pueblo que atravesábamos mostraba el indicador habitual del paisaje haitiano: la venta ambulante. Entre griterío y bocinazos, se convierte en el común denominador de los tramos más civilizados.

Fuera de los núcleos urbanos, el hombre se mueve en moto o en burro, transporte en alza en las zonas más rurales, mientras que la mujer se desplaza a pie, cargando con sus hijos, exhibiendo la estampa de una sociedad nómada y claramente machista del país más pobre de América. Un país cuya economía descansó en la esclavitud durante más de tres siglos. Prueba de ello se manifiesta con el idioma oficial, el criollo haitiano, un francés alterado por lenguas de África Occidental.

El tono de la piel y las facciones negroides de los habitantes delata el alto porcentaje de esclavos africanos que representaba el país antes de proclamarse independiente, a principios del siglo XIX.

 

El sueño se rompía a las 6 de la mañana cuando los gallos imponían su presencia al silencio de Jean Rabel. Las mañanas tomaban forma en la cocina, donde nos esperaba Nazaret: el alma de una inagotable misionera movida por una vitalidad inagotable, escondida bajo la piel de una mujer de 76 años. Desde la Congregación Jesús María fue destinada en Bolivia durante dieciocho años, uno en Cuba y dieciséis en Haití. Ha creado alrededor de mil hogares y fundado seis escuelas, desde donde favorece la escolarización a través de becas y programas de alfabetización para adultos.

Las temperaturas ascendían con la misma rapidez que avanzaba la mañana. De la misma manera lo hacía la cola de pacientes de la clínica, un centro odontológico con vistas al árido semidesierto desde todas las ventanas. La equipan tres sillones y material suficiente para realizar restauradora, periodoncia básica y exodoncias. La población rural haitiana presenta un alto índice de caries vestibulares y clases dos, producto de una dieta rica en azúcar, extraído de la planta que reina la flora del norte del país: la caña de azúcar.

Habiendo finalizado la jornada laboral, tocadas las dos, una merecida y exquisita comida nos recibía en casa de Nazaret, compuesta de platos al más puro estilo caribeño como arroz con habichuelas, cabrito, tiburón, plátano frito o mango, el plato estrella.

 

Las partidas de cartas eran nuestro pasatiempo, mientras acechaba el desafiante calor del Sol de las cuatro, antes de explorar Jean Rabel. Un día fuimos a visitar el Hospital. El color verde de la fachada delataba el ambiente sanitario del edificio. Nada era moderno, nada parecía funcionar debidamente. Incluso la unidad de quirófano, decrépito y deteriorado. Resultaba curioso caminar por un lugar que debería estar aseado y estéril y tener la sensación de necesitar una ducha. A uno le hacía reflexionar como el Gobierno interceptaba las ayudas económicas que recibía desde todo el mundo.

En una ocasión decidimos calzarnos las deportivas y salir a correr montaña arriba aprovechando los últimos rayos de Sol. Era interesante como reaccionaban los lugareños al vernos trotar por su territorio; los más pequeños nos señalaban entre gritos de ‘les blancs’, y los más osados se acercaban a saludar; otros, cobijados bajo los árboles intentando robarle unas horas a la noche, dibujaban rostros de incredulidad, en los que se podía leer: ‘estos blancos corriendo por placer. Que raros’.

Por la casa de Nazaret han pasado más de medio centenar de voluntarios para echar su granito de arena y vivir de cerca la realidad de este país. Un país cuya esperanza de vida roza los sesenta años. Un país sumergido en la miseria que fue sacudido por un devastador terremoto en 2010, una de las catástrofes humanas más graves de la historia. El sismo fue perceptible en Jamaica, Puerto Rico y República Dominicana. Los habitantes de Jean Rabel también notaron el movimiento sísmico y fue cuando Nazaret intentó contactar con Puerto Príncipe, donde no obtuvo respuesta. Posteriormente, llamó a un amigo suyo que trabajaba en la Agencia Estatal de Meteorología de Estados Unidos, quien le contestó: ‘Nazaret, Puerto Príncipe está en llamas’. Dejó trescientos cincuenta mil muertos y un millón y medio de personas sin hogar, lo que despertó la solidaridad a escala mundial.

Con estas líneas desearía reconocer el trabajo realizado por todos los voluntarios que han pisado este rincón de Haití, como el doctor Carlos García Soler y sus camaradas, que llevaron a cabo una labor excelente en el campo de la odontología.

A Nazaret Ybarra, que por su atento servicio hizo sentirnos como en casa.

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