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Crónica cooperación en Uganda

Hemos oído muchas veces, y somos partidarios de ello, que en esta vida cuantas más experiencias tengamos mejor pues tanto sean positivas como negativas, nos enriquecen y labran nuestra personalidad.

Puedo afirmar sin temor a equivocarme que los quince días de cooperación en Uganda ha sido la mejor experiencia de toda nuestra vida.

Sueño y cansancio en la primera jornada. De Alicante a Madrid en tren para, rápidamente, ir al aeropuerto. A Paula se le rompe una maleta. En el aeropuerto, facturar y embarcar. Viaje pesado por las horas, aunque bastante cómodo el avión hasta Etiopía y allí, también rápidamente, cambiar de avión para que nos llevara a Kampala. Y otra vez a correr: coche hasta el poblado donde estaba nuestro destino: Mateete. En total, 30 horas casi sin descanso.

Y de nuevo problemas: retención en la aduana de un contenedor que, entre otras muchas cosas, contiene cosas para nuestro hospedaje.

Pero al día siguiendo es cuando todo comenzó a cambiar. Calorcito, que es lo que a los de Alicante nos gusta. Niños guapísimos locos corriendo detrás de nosotras para que les hiciéramos fotos con los móviles para luego verse ellos: les encanta. Quizás sea lo mejor de este país, sus niños. Desarrapados, casi descalzos, sin apenas pelo para evitar que determinados parásitos o insectos aniden allí, sucios, cargando siempre en brazos a sus hermanos pequeños que no saben andar… pero siempre sonriendo, abiertamente, con esos ojos blancos que destacan entre lo oscuro de su piel. Para comérselos a todos. Y esto día tras día, allí los teníamos siempre a nuestro alrededor. Ya nos avisaron de que nos lleváramos pequeños obsequios pues les encantan: galletas, caramelos, dulces, … y muy cierto: valía la pena cualquier cosa para poder verlos sonreír.

Y qué podemos contar de nuestro trabajo en el hospital. Agotador, casi de sol a sol, pero en todo momento ha valido la pena. Un hospital sin prácticamente ningún medio salvo el ánimo y la voluntad de estos médicos y enfermeros encantadores, tanto los locales como los que hemos ido para allá. Todos entregados totalmente a nuestros pacientes. Y allí estábamos nosotras, para integrarnos y hacer todo lo posible que aliviara las penurias de toda esa gente. Hemos aprendido lo incontable. Los médicos, muy agradables, han contado con nosotras para todo y hemos trabajado codo con codo. Resulta un tanto complicado trabajar en odontología sin los medios necesarios para una atención mínima, pero allí estábamos nosotros, para esforzarnos y atender en lo necesario a esos pacientes absolutamente agradecidos.

 

 

 

 

 

 

 

Fruta hemos comido lo que en un año comeríamos en casa. La carne resultaba un tanto complicado comerla por las dudosas condiciones sanitarias. Pero allí estaban nuestras cocineras haciendo todo lo posible por atendernos lo mejor posible.

Pequeño descanso diario al terminar la jornada, bien tomando alguna que otra cerveza (la mayoría de las veces calientes) bien descansando en nuestra “residencia” intercambiando impresiones.

Y así un día tras otro en que, a pesar de ser agotadores, nos levantábamos con un ánimo inexplicable, con ganas de empezar cuanto antes.

El primer fin de semana en que el hospital cierra lo tuvimos de relax al ir a una isla del lago Victoria (hay que ver qué pedazo de lago que no se acaba nunca). Pero lo mejor de este día: agua corriente para poder ducharnos. Y es que eso de ducharse día tras día con agua fría utilizando cazos caseros para ello, es bastante desalentador. Pero bueno, que todo lo malo fuera eso.

Lo dicho: una experiencia inolvidable, gratificante. Conocer nueva gente con la que hemos trabajado con un altruismo enorme, con alegría y ganas. Conocer gente que sufre y carece de lo que en occidente calificaríamos de mínimos para subsistir pero que viven como pueden y la mayor parte del tiempo con una sonrisa. Vivir una experiencia de un viaje complejo, con mucho transbordo y distancia recorrida. Echar de menos, y mucho, a gente a la que hemos dejado en casa y que, gracias a esta experiencia, valoramos y apreciamos un poco más. Ojalá esta experiencia fuera obligatoria entre nuestros jóvenes ya que, quizás, así aprenderían, aprenderíamos todos, a valorar lo que tenemos y a saber distinguir entre lo realmente necesario de aquello que es meramente apariencia y fácilmente sustituible e innecesario.

Y por supuesto: en cuanto podamos volvemos a ir.

PAULA GOSÀLBEZ VIDAL
M.CARMEN JUAN GIL

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