Image default

Camerún 2012

En la oscura madrugada del 5 de agosto de este año, aterrizamos en Yaundé, la capital de Camerún, un grupo de odontólogos voluntarios en representación de la ONG Dental COOP. El grupo estaba formado por Maider Porrua de Donostia, Marta Juan de Ibiza, Laia Roig de Barcelona, Paula Verdaguer de Barcelona, que estudia medicina y fue a Camerún para realizar una investigación para la Fundación Recover, y yo mismo, Martín Davico, argentino afincado en Barcelona.

Después de recoger las maletas y esperar en el aeropuerto, una ambulancia nos pasó a buscar para llevarnos al Centro Hospitalario Saint Martin de Porres de Yaundé. Horas más tarde nos trasladamos nuevamente hacia un pequeño poblado llamado Djunang, en el oeste del país, donde trabajaríamos durante dos semanas en el Centro Hospitalario Saint Dominique.

Desde el mismo instante en que salimos del aeropuerto comenzaron nuestros primeros asombros: la gran cantidad de gente corriendo por las calles a las cinco de la mañana (en Camerún aman el deporte y a Samuel Eto’o), una nube de grandes pájaros que volaban en un total desorden (inmediatamente el chofér de la ambulancia nos aclaró que eran murciélagos) y la precariedad general, repetida incansablemente por todo el país, que se podía ver en el estado de las casas, los caminos y en todas las cosas, miraras donde miraras..

El largo viaje a Djunang por las peligrosas carreteras, fue una auténtica excursión hacia el Camerún profundo. Si bien buena parte de los cameruneses son católicos o musulmanes, las grandes y coloridas pancartas que atravesaban las carreteras anunciando los funerales nos recordaban que el Animismo sigue vigente en esta parte del África. Se sucedían los mercados de frutas junto a las rutas atestados de gente, moto-taxis que transportaban tres o cuatro personas (nunca vimos a nadie llevar un casco), destartalados autobuses que se detenían por escasos segundos en los mercados, y grupos de niños con cestas en la cabeza que se acercaban corriendo para vender a los pasajeros pequeñas bolsas de cacahuetes, racimos de bananas, exóticas frutas y alimentos dudosos para nuestra inmensa ignorancia.

El lunes 6 de agosto comenzamos a trabajar en la rudimentaria consulta dental del Centro. La sala tenía un viejo sillón donde podíamos hacer empastes («plombes» como decían los locales y como acabamos diciendo todos) y endodoncias. Había además una antesala donde hacíamos las primeras visitas y las extracciones. La jornada de trabajo comenzaba a las 8.30 y a veces se extendía hasta las 20.00. Solo hacíamos una pausa durante el mediodía cuando nos acercaban la comida desde el comedor del Hospital.

La acumulación desorganizada de pacientes en la sala de espera hizo que al tercer día de trabajo la doctora Roig solicitara, con cierta impaciencia, hacerse cargo de la organización de la agenda. Con la determinación de un boy scout tomó un papel, trazó un par de líneas, e improvisó una agenda que se fue llenando de impronunciables nombres africanos. «Para mí el orden es fundamental» confesó, y su iniciativa mejoró la eficacia de nuestro trabajo y de su propio ánimo.

La doctora Maider Porrua, que no había dudado ni un segundo en sacar el billete con destino a Camerún cuando supo que podía conocer África trabajando como odontóloga, se dedicó principalmente a realizar endodoncias con el equipo rotatorio que había llevado, y trabajó incansablemente. Nunca le molestaron las prácticamente diarias precipitaciones de la estación de lluvia de Camerún. «En Euskadi llueve de verdad», comentó una tarde mientras mirábamos caer el agua.

Tal y como nos habían solicitado el primer día de haber llegado a Djunang, el jueves 9 de agosto fuimos a atender a los presos de la penitenciaria de Bafoussam, la ciudad más importante de la zona, situada a unos cinco kilómetros de Djunang. En las antesalas de la cárcel tomaron nuestros datos y nos dieron la lista con los nombres de los casi sesenta presidiarios que necesitaban ser atendidos, encabezada por un tal Napoleón y seguida por un tal Elvis. «No se detengan a hablar con nadie y caminen recto», dijo el guardia que nos escoltaba. La súbita experiencia de atravesar el patio de la prisión donde se arremolinaban cientos de presos fueron los 45 segundos más intensos de todo mi viaje. Junto al mismo patio de la cárcel había un salón sin puertas donde se dispusieron dos sillas y una mesa para colocar todo el instrumental que habíamos llevado. Una monja polaca, quien había solicitado nuestra colaboración en esta misión, se encargaba de darles a los pacientes antibióticos y analgésicos, una vez se los había atendido. Ni la dureza del hueso de los maxilares, ni el gran tamaño de las raíces de los africanos impidieron que la recién licenciada en Odontología, Marta Juan, realizara extracciones incansablemente como cualquier otro dentista experimentado: «Yo no me estreso» decía. ¡Y ciertamente nunca se estresaba!

«No es lo mismo levantarte a las cuatro de la mañana para asistir una cesárea en Madrid que levantarte para lo mismo a las cuatro de la mañana en Camerún, cuando sabes que eres el único médico en varios kilómetros a la redonda», nos comentaba Borja, un médico madrileño que lleva tiempo en Yaundé. Sin duda, esa era para nosotros una de las satisfacciones, comprobar que nuestra presencia garantizaba tratamientos para la gente que de otra manera no los podría recibir. Y quizás el arduo trabajo de atender a una niña que llora por miedo a «la aguja» demande un esfuerzo personal insignificante si se tiene en cuenta que tu intervención puede ser una oportunidad única para ella. O mejor todavía, nuestro trabajo estaba desinteresadamente al servicio de otra persona y lo hacíamos con ganas, lo que te hacía sentir íntimamente más íntegro como ser humano y que contribuíamos a hacer más digna nuestra profesión.

Los días tomaron ritmo y nos fuimos naturalizando a nuestro nuevo entorno y estilo de vida en el África olvidada. Los niños de Camerún por todos lados, la gente que te miraba y se reía por la curiosa presencia de un «blanc», el canto de nuevas aves, las mosquiteras y los antipalúdicos, los diversos modelos de lagartijas, los enormes árboles que dominaban el paisaje, las colinas verdes, las excursiones en taxi, toda esa gente que nos saludaba levantando ambos brazos como una reverencia divina, el regateo constante en los mercados, en los taxis y en las motos, las monjas (cuando vean una en África sáquense el sombrero), los vigilantes y las cocineras del hospital, la cena nocturna, que era el momento de hablar de nuestro día de trabajo y de cualquier otra cosa… Todo formó parte de nuestras vidas durante estas inolvidables dos semanas en esta región de Camerún, conocida también, como el País Bamileké.

Martin Davico
martindavico@gmail.com

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies ACEPTAR

Aviso de cookies